(Iba a poner esto hace unos días, pero se ha juntado con los posts anteriores así que mejor no ponerlo todo a la vez).
Algunos sabéis que todo un poco el piano. Bueno, lo hice cuando era joven, unos añitos, y lo dejé de mala manera, pero siempre estuvo ahí, dentro de mí. Hace un año y medio o así, en Santander, empecé otra vez, una mañana a la semana, unas cuantas horas. Lo que podía hasta que me empezaban a doler las muñecas, porque me encantaba. Tocaba dos o tres cosas sólo, casi todo música clásica, y a trozos; cosas que me gustaba escuchar y cuyas partituras había conseguido, porque hay pocas cosas como estar tocando y poder escuchar la música que tú haces y que te gusta. La mayoría del tiempo practicaba con paciencia y ganas, como hay que hacer con el piano: nota tras nota, con cuidado, una y otra y otra vez hasta que tu cerebro y tu cuerpo aprenden el movimiento de memoria. También a ratos dejaba de practicar, cogía las partituras, incluso a veces las que tocaba hace doce o quince años, y tocaba lo que podía, sólo por el placer de hacerlo.
Cuando llegué aquí, quise practicar otra vez. Después de preguntar a muchísima gente, finalmente alguien me dijo que podría ir al otro campus de la universidad, donde está el departamento de música, y allí seguramente podría ir a tocar sin que me dijeran nada.
Mis partituras estaban todavía en Santander, así que después de un tiempo por fin me las mandaron. Normalmente los paquetes tardan poco más de una semana, y ya llevaba esperando tres semanas por ellas, así que la semana pasada fui a la oficina de correos y me dijeron que tuviera paciencia, que en esta época del año hasta el correo desde EEUU tarda medio mes.
Al día siguiente, en un típico momento mío de entrar por la puerta corriendo para cambiarme de zapatos y largarme con prisas a clase de baile, Gwen me dijo "hoy tienes correo". Sólo esperaba dos cosas: las partituras o el permiso de trabajo.
Sobre la mesa había una bolsa de plástico transparente con un gran sobre blanco dentro. Cogí la bolsa y lo primero que vi fueron dos palabras, bien grandes,
We apologize, ...
y dentro, el sobre vacío.
Estaba rasgado por un lado, como si alguien lo hubiera abierto y se hubiera quedado con el contenido, o como si hubiera reventado en uno de los muchos vaivenes que el correo recibe en distancias tan largas. Ni una sola de mis partituras llegó aquí. Ni los libros con los que empecé, ni las partituras que compré unos años después.
Me fui corriendo a clase de baile, sin muchas ganas. Los que me conocían me preguntaron qué me pasaba, pero era difícil explicárselo, o quizás simplemente no quería hablar de ello. Me quedé a bailar un rato, me animé un poco, y luego me fui con una amiga al festival de jazz. Volví a casa más tarde de medianoche, con bastante mejor humor.
Gwen ya se había acostado, fui a la mesa y cogí la bolsa de plástico para bajar a mi habitación. Entonces vi que debajo había otro sobre. Este era pequeño, y de color marrón, de papel reciclado, de esos que usa el gobierno de Canadá. Pero no era el permiso de trabajo, demasiado pequeño.
Lo abrí, y me encontré con un cheque de $75, que tenían que devolverme por una de las dos solicitudes oficiales que había hecho entre muchos otros papeleos. Bajé a mi habitación, y entonces recordé, una vez más, una lección importante que he aprendido:
Por muchas cosas que tengas, por mucha gente que conozcas, y por mucho que valores todo eso que tienes en tu vida, nada ni nadie es tan imprescindible como para que, si alguna vez pierdes algo, o muchas cosas a la vez, o incluso todo, no puedas volver a ser otra vez tan feliz como lo eras antes. No puedes sustituir lo que tenías, y la perdida puede ser muy dolorosa a veces, pero puedes encontrar otras cosas y otra gente que te darán tanto como tuviste antes. Porque al final, lo único importante que tienes en todo momento es a ti mismo.
Sé cuáles son las cosas que quiero tocar. Sé dónde hacerlo. Y ahora tengo $75 ocmo presupuesto para conseguir las partituras. Esta semana lo haré otra vez.